El cambio de hora

 

Este año, sin más, anunciaron desde la capital, (asunto de profundo calado para la placidez, el bienestar, el turismo, el ahorro de energía y la economía  isleña) que a partir del mes de abril se iba a cambiar la hora, que el Señor Presidente de la República, haciendo uso de las facultades que la Constitución le atribuía, había decretado adelantar la hora, y que cuando fueran las doce a. m., pasaría a ser la una p. m.

En ciertos sectores de la isla, los más dados a la ensoñación de los sentidos, sin juzgar la conveniencia práctica de la medida, ni atender a la persona que la proclamaba, el anuncio se interpretó como que el sol daría un brinco hacia adelante en su cénit y que saltándose a la torera las leyes del movimiento cósmico daría lugar a dos mediodías y por supuesto dos medias noches, lo que no dejaba de ser beneficioso para la circulación de la sangre, el equilibrio del yo personal y el aullido de los lobos allá donde los hubiera.

Sin embargo entre la población afín al partido conservador, más gregaria,  la medida fue aceptada como un acto de sabiduría del Señor Presidente, que gracias a sus poderes taumatúrgicos, podía interferir en el camino de las estrellas y redibujar a su antojo un nuevo mapa astral, lo que debía de ser beneficioso para los intereses del Partido y de paso para el común de la población, si tan magna obra provenía de la mente iluminada del Señor Presidente y se creó una enorme expectación ayudada con los ruegos y votos del señor obispo en el atrio de la catedral católica de San Constantino, esperando a ver, ¡oh, maravilla!, ese salto hacia adelante del  rey de los astros.

Para la población más liberal, esa que no comulga con ruedas de molino, esa que todavía sigue creyendo en la solidaridad humana mientras entona cánticos de unión y patea el barro seco con los pies desnudos al tiempo que levanta la mirada y los puños al infinito, no era sino una osadía más de esos desvergonzados oligarcas colonizadores de la derecha, favorecidos y apoyados por los plácemes, las promesas y los dólares de los imperialistas yanquis, que abanderados por ese presidente títere que tenemos, simplemente creían poder jugar con los hábitos, costumbres, honra y bienes de los isleños a fin de tenerlos más sumisos y aherrojados.

Cuando el anuncio fue asimilado como medida trascendental a la que algún provecho habría que sacar, los bazares de los turcos, las tiendas de los paisas, las ferreterías del centro y los tenderetes del paseo marítimo se cansaron de vender gafas de sol con cristales ahumados de alta protección y caretas de soldador, para cuidar las retinas de turistas y residentes que tenían al alcance de sus ojos la posibilidad de ser testigos de un acontecimiento único en el monótono devenir del día a día isleño.

Se instalaron  en la playa de la Sardina, en la playa de San Esteban, en los arrecifes de la bahía de las Goletas y en lo alto de La Loma, en lo más alto, allí donde los cocoteros se orientan, unos hacia el mar de oriente y otros hacia el mar de occidente, carpas, quioscos y cambuches,  con ventas de gaseosas y cervezas, de bolis y raspados, de frituras y bollos dulces, de huevos de tortuga y empanadas de cangrejo, de jugos de frutas naturales y agüita de coco con ron y hasta  tenderetes con ajorcas, esclavas, collares y aretes de coral, aceite de coco y sebo de tiburón.

El día en que el sol iba a dar el salto mortal en el firmamento de la isla de San Constantino, mucho antes de que la luz del alba empujara la oscuridad hacia el mar de las barracudas, una muchedumbre invisible de residentes y turistas que respiraba ansiosa, se estaba desplazando con pasos de lagarto ciego hacia las playas y promontorios de la isla. La multitud se fue agolpando con una simetría incrédula a lo lardo del camino que todos los días recorría el sol, y mientras esperaba el fenómeno cósmico, hubo empujones y peleas, insultos y amenazas, desafíos y trompadas, y se esgrimieron, así se verificó posteriormente, navajas afiladas, lesnas de zapatero y hasta revólveres de ocho tiros; todo por ocupar los mejores sitios y poder disfrutar de ese fenómeno único que tenía que marcar la vida de los isleños y hacerlos partícipes del inicio de una nueva era marcada por el amor, la paz y la prosperidad.

Alertada la Intendencia del riesgo que suponía ese movimiento, monótono pero descontrolado, de una masa fascinada por las palabras del Señor Presidente, hubo que desplegar doce piquetes de la policía nacional a lo largo de playas, lomas y arrecifes, tres docenas de voluntarios de la Defensa Civil y  cinco ambulancias, (todas las que había disponibles) con personal médico y paramédico con el fin de auxiliar, aliviar, o evacuar, si fuere necesario,  personas con desmayos, contusiones, heridas, o en el caso más funesto, muertes, quizá producidas por armas corto punzantes o por disparos de revólver.

Y amaneció un agua mansa de golondrinas que parecía fustigar, borrar y diluir, para desespero de los miles de extasiados malabaristas de la verdad,  la trayectoria del sol. Y todos increparon al cielo por mostrarse tan desconsiderado, en el único día en que la luz del sol era la verdadera encargada de atestiguar, como si de un notario se tratara, sobre la verdad y autenticidad de lo decretado por la magna palabra del Señor Presidente. Pero a media mañana empezó a disiparse la bruma, apareció el sol y comenzó a rumorearse, mientras surgían canciones sobre el gallo, el gavilán y el águila del Señor Presidente, que una efigie del Señor Presidente, hecha con las radiaciones de un material desconocido salvaría las nubes y se posaría en el cénit, sobre las doce a. m., antes de que el sol diera el brinco hacia la una p. m.

Pero llegó la hora, y el sol, haciendo caso omiso a la ímproba expectación desatada, siguió su ruta, la lenta y ambarina trayectoria de todos los días, sin inmutarse, dejando en un estado de frustrante decepción a la población de San Constantino, que concentrada en las playas, en los arrecifes  y en los puntos más alto de La Loma, (un grupo de entusiastas del Partido Conservador hacía piña con largavistas y catalejos, junto al Jagüey de las Hicoteas), no se resignaba a perderse el fenómeno que de la mano, o mejor dicho, de la voluntad del Señor Presidente, se les había prometido.

Inmediatamente las fuentes oficiales lanzaron por megafonía varias declaraciones contradictorias, pero la que cuajó, fue, que no se trataba de que el sol diera un brinco, ni de que todo el mundo envejeciera una hora, como algunas lenguas malévolas e irresponsables habían propagado. No se trataba de ningún fenómeno telúrico. Era simplemente la voluntad del Señor Presidente que corregía, en su sabiduría, el valor de las horas, algo que se debía aceptar como un signo más del devenir de los nuevos tiempos.  Se trataba de una pequeña corrección a la labor de la naturaleza, que la población debía entender con la mente abierta, la mirada confiada y la voluntad puesta en el futuro.  Se trataba de poner en práctica, de una manera simple y sin condicionamientos traumáticos, los nuevos cambios coyunturales que la situación de crisis internacional exigía,  y había que acoger este cambio como algo natural y de trascendencia cotidiana, como una normalización del estado de las horas, pero que a efectos prácticos se transformaba en algo mucho más sencillo y a la vez más importante: ahorro de energía, más bienestar, más fondos para invertir y servicios más baratos. Había que  tener fe en el futuro y confiar plenamente en el Gobierno del Señor Presidente,  que más allá de los vericuetos cotidianos y de las altas responsabilidades que a diario debía afrontar, se preocupaba a corto y largo plazo de la felicidad y progreso de los actuales y futuros ciudadanos de la isla, siendo su premisa: ¡Impulsemos desde ya, con responsabilidad y orgullo, el futuro de las generaciones venideras! A continuación sonó, interpretado por la Banda de la Armada Nacional, el inmarcesible himno de la Nación. La música marcial atemperó momentáneamente los ánimos y exaltó la vena patriótica de la muchedumbre.

Debido a la grandilocuencia oficialista y a lo mal que sonaban los parlantes utilizados para expandir el mensaje, nadie fue capaz de entender qué querían decir las palabras oficiales del Gobierno de la Nación, todo el mundo entendió la música, pero pocos entendieron las palabras; por eso Radio Morgan, emisora experta en aleccionar a las masas, abanderó al instante y sobre el terreno, una cruzada de concienciación pedagógica y aclaró en forma sucinta y sencilla que bastaba con adelantar el reloj una hora y por arte de magia siendo las once pasaban a ser las doce, que no se envejecía, sino que ésa hora desaparecida  era una especie de crédito a guardar para cuando dentro de seis meses se cambiara de nuevo la hora, esta vez atrasándola, con lo que la hora que se perdía en abril se ganaba en octubre y asunto concluido,  o sea que todo quedaba igual.

No todo el mundo fue capaz de entender esta nueva versión de los hechos, por lo que a excepción de algunos adelantados que dijeron entenderlo, ¡ahora sí!, el resto quedó inmerso en una confusión culposa que les exaltó los ánimos e hizo que la emprendieran a empujones contra sus vecinos, a empujones contra los tenderetes y a pedradas contra los altavoces. No podían entender que todo ese bololó  se hubiera creado para que todo siguiera igual.  Fue el primer conato de violencia, luego vinieron otros y otros más graves, y la confusión se generalizó hasta alcanzar el despropósito.

Con todo, y pese a ese primer día de violencia y confusión, los designios del Señor Presidente se llevaron a cabo y los horarios fueron alterados para ajustar la rutina diaria al nuevo estado de las cosas. Pero ahí se inició el verdadero desconcierto. Los horarios de las tiendas y los bazares se alteraron de tal forma que cuando unos cerraban otros abrían y cuando para los empleados de la intendencia  era la hora de la merienda, para los soldados del batallón ya era la hora de la comida. Los bancos y las oficinas oficiales colocaron grandes letreros diciendo que el horario seguía como antes, que sólo había de adelantar una hora al horario anterior, lo cual no evitó aglomeraciones, protestas y discusiones con los celadores a las horas de abrir y cerrar. Los colegios decidieron cerrar en tanto los alumnos, los padres y los profesores no se pusieran de acuerdo en cuanto a qué hora correspondía el recreo y a qué hora (en los católicos) debía rezarse el rosario. En el puerto no se sabía, cuando sonaban las sirenas, si los barcos pedían entrada o pedían salida. La autoridad aeroportuaria decidió cerrar el aeropuerto para evitar colisiones desastrosas. Los albatros de Playa Sardina se estrellaban contra  los arrecifes de San Esteban, mientras que las barracudas de Jony Cay emigraban hacia aguas nicaragüenses para no alterar el horario de sus comidas, decían los isleños de Skooner Bigth.  A los pescadores del Fisherman House una invasión de algas asesinas se les tragó las redes y a los cultivadores de cocos del sur de la isla una plaga de ratas hambrientas los dejó sin cosecha. Los árboles de frutapan quedaron en unas horas huérfanos de frutos, y la leche de coco con que se cocina el rondón se agriaba de pronto cuando el plato era preparado por una mujer.

Hubo manifestaciones y disturbios en la Avenida 20 de julio y en la carretera de la Loma, cerca de la cárcel intendencial, en donde fue saqueado y quemado un bus del servicio urbano. Protestas y bloqueo con  palos de coco y hogueras en la circunvalar a su paso por san Esteban. Disturbios, bloqueos y pedradas contra los cristales de la terminal aérea. Discursos y parlamentos enconados dirigidos por Jonathan Petersen y un grupo de independentistas, en la plaza de Simón Bolívar, con éste y su caballo ataviados con la enseña raizal, contra la arrogancia de un presidente que según la mayoría pretendía suplantar a Dios. “Este presidente se cree Dios, ¿cómo va a cambiar la hora? Se cree Dios y sólo es un pobre paña”, decían.

En la granja intendencial los obreros del turno de la tarde arrojaron mierda de cerdo al blanco liki-liki del Señor Intendente. En  la Bahía de las Goletas el pescador Therry Taylor, blandía una botella de ron en su mano izquierda y un machete mellado en su mano derecha, con el que levantaba un reguero de chispas cuando lo aventaba sobre las rocas de los arrecifes, amenazando con botar al mar a todos los “pañas” de la isla.  En su atalaya de la Cabaña del Inglés, Walwin Corpus, apuntaba la aguja de su viejo astrolabio de hojalata, hacia Antares, la estrella total, para determinar qué influencia podía tener el cambio horario sobre el ángulo muerto de la tristeza, o de la felicidad, o de la musicalidad de las cosas, o del ritmo cardíaco de las barracudas. ¡No se pueden alterar ni las leyes, ni los designios del Todopoderoso!, gritaba en los salones de la Razón Divina su líder John Howard ante una nutrida representación de su comunidad de fieles, reunidos con carácter de urgencia a las once  de la noche en cadena de oración. Mientras, los agentes del B-2, del F-2 y del DAS, todos coordinados por la mano firme y la acción directa del almirante Roque Pérez, seguían los acontecimientos infiltrados entre los manifestantes, tomando nota de todas las palabras ofensivas hacia las autoridades y altos mandos, escribiendo en sus libretas de bolsillo las características de los participantes más exaltados, dibujando los croquis de los lugares en donde acontecían los hechos más violentos, anotando  los insultos más enconados contra  el gobierno y contra la ley imperante; enterándose y registrando, por medio de argucias sibilinas de los nombres de quienes llevaban la voz cantante en ese clamor popular,  que amenazaba por momentos en pasar de una asonada callejera a una rebelión de proporciones insospechadas, encaminada a socavar  los cimientos de esa paz que los representantes del lejano Gobierno del país habían consolidado en la isla a través de no pocos esfuerzos, y de esa benevolencia lánguida que se esparce con la espátula de la dádiva y la limosna sobre los sectores menos favorecidos, mientras los poderosos, corruptos  y  oportunistas se sientan a horcajadas sobre el lomo de la resignación ciudadana y, conchabados con los políticos de doble faz, multiplican sus fortunas.

Esta revuelta, con pocas posibilidades de haber alcanzado tal grado de violencia de no haber sido incentivada, espoleada, activada, manejada y dirigida por elementos infiltrados de la policía y personal del B-2, anunció en su momento el representante más activo del independentismo raizal, Jonathan Petersen, se inició de manera espontánea y sin pretensiones violentas; sólo como una mancha de aceite que impregna y suaviza la conciencia ciudadana, sólo como un recordatorio de lo mal gestionada que se aprecia la cosa pública, sólo como un espejo en donde observar el reflejo de esa corrupción rampante, que desde el año cincuenta y tres siega y trunca el desarrollo raizal y llena nuestra isla de elementos indeseables venidos del continente a esquilmar nuestros recursos y levantar fortuna,  sólo como un repudio pacífico a la acción de un presidente que desconoce las necesidades de nuestras gentes y se entrega a las ensoñaciones y consejos de un grupo de áulicos que buscan únicamente su beneficio personal.

Según fuentes oficiales de la Intendencia, este discurso, sesgado y torticero, no se adecuaba en absoluto a la realidad de los hechos, puesto que se ha tratado de una verdadera revuelta, guiada y calculada por la garra dolorosa del terrorismo internacional, impulsada por elementos subversivos de filiación comunista, que con idearios de allende las islas y armados con piedras, garrotes, manoplas americanas, armas corto punzantes, bates de béisbol y armas de fuego ha pretendido socavar la sacrosanta paz de la isla, creando confusión, caos, violencia y muerte; mancillando el honor de nuestro querido y sabio Señor Presidente que únicamente se ve guiado por la mano del Sagrado Corazón en ése, su magno empeño, de proporcionar bienestar y prosperidad a todos y cada uno de los habitantes de ese hermoso y pacífico país, crisol de virtudes, espejo de bondades y cuenco acogedor de cuantas iniciativas de bien se puedan engendrar en el alma humana.

Según el parte oficial emitido por las autoridades policiales, la asonada se saldó con cinco detenidos, ocho heridos leves entre los manifestantes, siete agentes de la autoridad con pronóstico reservado al ser impactados con armas contundentes y otros tres agentes  graves de necesidad, al sufrir traumatismos craneales tras ser alcanzados por piedras de considerable tamaño lanzadas por los subversivos.

Gracias a Dios y gracias también a la oportuna intervención de nuestra Policía Nacional, estos actos de vandalaje fueron neutralizados adecuadamente y de forma proporcionada, quedando de manifiesto el sacrificio y abnegación con que nuestra gloriosa y abnegada institución, acomete en miras del bien supremo los incívicos desmanes que atropellan la salud social de nuestra querida isla, salió publicado en el Diario de las Islas, afín al régimen.

Según el informe del servicio de urgencias del Hospital Intendencial, los heridos fueron treinta y cuatro, uno de los más graves murió dos días más tarde debido a diversos traumas cráneo encefálicos, y por parte de los agentes de la policía hubo siete lesionados, todos leves, según las mismas fuentes. El nombre del fallecido fue dado a conocer por la misma policía cinco días más tarde, se trataba de un individuo fichado por pequeños hurtos, con un registro de varias  entradas en la cárcel intendencial de La Loma, identificado como Benichow Bent, raizal, domiciliado en la isla, en la zona de Bahía de las Goletas, asiduo consumidor de bazuko, sin actividad laboral conocida.

Dos semanas después Radio Morgan denunció la desaparición de tres ciudadanos de raza negra, raizales los tres, vistos por última vez en los aledaños del Jagüey de las Icoteas. Uno de ellos, de nombre Ismael Brow, residente, en el barrio Hansa, de treinta y cuatro años de edad, casado con Eva Jow y padre de tres hijos, dos varones y una hembra, trabajaba en el puerto como carretillero. Los otros dos, residían, uno en La Loma y otro en San Esteban.  El primero, de nombre Peter Jones, de veintisiete años, casado con Shily Tompson, era padre de una niña y trabajaba en un almacén de maderas situado en el barrio Dios te Ama, muy cerca de su casa; al segundo, de nombre Félix Watson, soltero, de veintiún años no se le conocía oficio definido, aunque, según se dijo, de forma esporádica acompañaba a algún que otro pescador de la Fisherman House en sus salidas a la mar y acostumbraba a pasarse, lo más común, tardes enteras en un descampado, en la parte trasera de su casa, junto a los manglares del Sea Horse, ensayando lanzamientos con alguna de las raídas bolas de béisbol que su abuela le traía de vez en cuando del Estadio Intendencial de Béisbol. La desaparición de los dos primeros fue reportada por sus respectivas esposas, Eva y Shily en la comisaría de La Loma. La del tercero por su abuela Victoria Gleen, conocida fan del primer equipo de béisbol de la isla, White Eagles, quien abofeteó al policía de guardia (acto que le ocasionó el arresto inmediato, aunque fuera soltada tres horas más tarde) y la imposición de una multa que nunca llegó a pagar, (simbólica si se quiere,  dada la situación de soledad y desamparo en que vivía la vieja, pero no menos dolorosa vistas las circunstancias) al decirle éste que en vez de andar pendejeando con su nieto más le valdría ponerlo a laborar y así se ahorraría el trabajo de ir buscándolo como a perro extraviado, en la inspección de policía de San Esteban, a los dos días de la asonada, no llegando hasta conocimiento del gran público sino dos semanas después cuando una voz anónima alertó a Radio Morgan de las citadas desapariciones

Benichow Bent, antiguo conocido de la policía, caminaba inquieto en el primer patio de la cárcel de La Loma, le iban a abrir la puerta para que saliera a la calle, en libertad,  pero parecía que el funcionario de guardia se regodeaba alargando el momento de dar la vuelta a la llave. Le habían entregado sus pertenencias, una bolsa de lona con un peine de plástico azul, un monedero vacío, una cédula ajada, un par de tenis con la puntera estropeada y unas gafas de sol rayadas, en el mostrador de una oficina interior y le dijeron que esperara en el patio, que ahorita le iban a abrir. Llevaba casi una hora y el funcionario asomaba de vez en cuando la cabeza por la puerta acristalada y le indicaba con la mano que esperara, luego le dijo que de pronto se iba a retrasar un poco más porque se habían dado cuenta de que faltaba una firma, la del Jefe de Conducta Interna, que no pasaba nada, puro protocolo, tú sabes, hay que cumplir las normas. Benichow Bent, de carácter tranquilo, melancólico y ladino, aunque con un pronto violento que lo hacía imprevisible golpeaba en silencio la pared con los nudillos hasta hacerse sangre. Llevaba dieciocho meses encerrado y su madre y sus primos, dos primos por parte de madre, que eran quienes de vez en cuando lo visitaban habían dejado de hacerlo desde hacía tres meses. La última vez habían salido de pelea y ahora se arrepentía, pero saldría a la calle y todo se arreglaría. Conocía la cárcel, conocía a sus guardianes, conocía también a alguno de los reclusos. Era la sexta vez que  lo mandaban al trullo, por pequeñas apropiaciones, decía, nunca había robado nada de importancia, pura subsistencia, pero la ley es una mierda, decía con su lengua pastosa, una lengua que se le enredaba a la hora de pronunciar las erres. Quitarle una mariquera a un gringo, y encima marica, me ha costado dieciocho meses de guacal. La ley es una mierda, cuadro. Los antecedentes, Beni, los antecedentes, le decía su primo Luis, el más puesto, porque el otro primo apenas servía para bailar regae, o quizá zoca, en la carretera, sobre el asfalto caliente, esperando la propina de los turistas, y de ahí vino la discusión y la pelea y el que los dos primos, y de paso la madre, no aparecieran por  La Loma en los últimos meses. ¿¡Estás con la ley o conmigo!? No Beni, no estoy con la ley, pero es que ya van seis veces. La próxima vez, aunque robes un kilométrico serán tres años. ¡Pues a comer mierda todos!

Ahora se daba golpes en los nudillos esperando que le corrieran el cerrojo y pensaba bajar a campo traviesa por entre los plátanos y los cocoteros de misis Cecil Corpus hasta la Bahía de las Goletas, no quedaba lejos, además podría conseguir algo para echar al caldero, mis Dionisia tenía buenos sembrados, no sería difícil conseguir unas yucas o unos ñames. Pero se arrimó a la ventana de la guardia y puso atención a la voz que salía de una radio. Radio Morgan, se dijo, conozco esa voz, y esa voz gutural de un locutor veterano alertaba de los disturbios que se presentaban en el centro, en la Plaza de Simón Bolívar, allí donde se inicia la ascensión hacia la Loma, por causa del cambio horario. Benichow Bent, dentro de la cárcel había oído algo, había oído que iban a cambiar la hora por orden del Señor Presidente de la República, pero nunca entendió como iba a ser la cosa ni cómo iban a hacer, ni tampoco le interesaba, su mundo estaba por encima de un cambio de horas, ¿acaso no iba a seguir saliendo todos los días el sol?, lo demás eran puras huevonadas de un presidente marica.

Se han detectado varias zonas de enfrentamiento, aseguraba Radio Morgan. En la Plaza Simón Bolívar, frente a las instalaciones del banco Popular, frente a las puertas del Hotel Toné, frente al terminal aéreo. Benichow Bent reflexionó un momento y supo que en vez de dirigirse hacia su rancho en la Bahía de las Goletas, debía dirigirse hacia el lugar de los altercados, hacia el más próximo, hacia allí donde se inicia la subida hacia la Loma; incluso por la radio podía escuchar las sirenas de la policía y el griterío formado por el zambapalo entre manifestantes y policías, hasta consignas antigobierno se podían escuchar y esto le encendió la sangre. Él, de carácter sosegado y pacífico se vio agarrado por el deseo de sumarse a las protestas.

Un guardia de rostro sonriente abrió la puerta de la oficina, asomó la cabeza y dijo: ya vamos a abrirte y acto seguido hizo sonar las llaves. Tú para casita, aconsejó, no te metas en líos y a portarse bien. Beni hacía movimientos afirmativos con su cabeza, agarraba la bolsa de lona con dureza y se pasaba los nudillos sangrantes por la boca, lamía la sangre, se limpiaba los nudillos de sangre reseca y afirmaba: yo para mi rancho. ¿No vino nadie a recibirte?, preguntó el guardia. ¿Quién va a venir? Eso sabrás tú huevón. Ala, venga, entra, firma esos papeles que están sobre la mesa y largo. Tú sabes que no se firmar. Pues, ven, pondrás una X y la huella, pendejo.

La puerta se abrió y así mismo se cerró. Benichow Bent, ya en la calle, miró a ambos lados  y no vio a nadie, únicamente observó sobre el caballete del techo de una casa vecina de color rojo perdida entre los árboles, un chulo, y luego dos, y luego tres, y luego una bandada; parecían estar mirándolo con sus ojos ocres de indiferencia, centrando toda su atención en las magras carnes de ese individuo de camiseta desteñida, pantaloneta raída amarrada con una pita  y chancletas de caucho de  un azul descolorido, que con una bolsa en la mano aparentaba no saber hacia qué lado de la calle coger, aunque él, por la distancia, no alcanzó a observar esa mirada de mortecina piedad que los chulos le dirigían. Sabía que lo estaban mirando y sintió asco, los había visto comer perros muertos, gallinas muertas y hasta un burro muerto y esas tripas enganchadas en sus picos moviéndose  como gusanos vivos le revolvían el estómago. Buscó una piedra para lanzársela pero no la encontró, desechó la piedra y les hizo gestos con los brazos, tratando de ahuyentarlos, pero no lo logró, los chulos seguían mirándolo con indiferencia, como se mira a un cadáver, y luego extendieron sus alas y aletearon como si abanicasen el polvo de un cadáver, y después graznaron como si le soplaran música de muerto al oído de un cadáver, y luego emprendieron el vuelo con las garras extendidas, como si se llevaran con ellos los despojos de un cadáver.

Benichow Bent no acertó a comprender el mensaje de los chulos, simplemente miró hacia ambos lados de la calle y en vez de irse tranquilamente hacia su ranchito en la zona de la Bahía de las Goletas, inició un trote corto y luego un poco más largo, convirtiéndose al rato en una carrera alocada hacia el centro, hacia el parque de Simón Bolívar, hacia donde había escuchado por la radio que se había formado un zambapalo entre los manifestantes y la policía con motivo del cambio de hora. No tardó en encontrarse con pequeños grupos que caminaban aprisa en su misma dirección, los rebasó y entre gritos de ánimo y chiflidos se mezcló unas cuadras más abajo con un tropel que lanzaba consignas anti gobierno e insultos a la policía. Se mezcló con la muchedumbre y sintió un calor de fuego en la cara y en la cabeza, estaba agitado, sudado, le dolía el pecho por la carrera y le pareció ver por encima de las cabezas de la gente, de nuevo los chulos, planeando, pero desaparecieron de pronto y sólo vio brazos levantados y gritos ensordecedores de una muchedumbre enardecida. Se le calentó la sangre, sintió que todas sus venas y sus arterias se le hinchaban y cobraban vida, entraban en el punto del sofoco y hervían. Él, de por sí apacible, se sintió transportado a un mundo de trascendencia y animado por la multitud se dejó inflamar. Agarró dos lajas de las jardineras del parque y entre consignas de abajo el imperialismo yanki y el pueblo unido jamás será vencido, lanzó la primera contra las lunas de la agencia de viajes Buenavida Tours,  luego avanzó calle abajo mezclado con la multitud y descargó la segunda contra las lunas del Banco Popular, recogió un pedrusco del suelo y esta vez lo estrelló contra las persianas del banco Financiero de Occidente. Atrapó luego una botella vacía de vino chileno que venía rodando calle abajo, arrastrada por los pies de la turba y en este momento fue cuando se dio de bruces con él: quedaron uno frente al otro, sus rostros separados por un espacio de diez centímetros, su inconfundible olor a nabos hervidos, su mirada incrédula. Venía protegido por un casco con visera, mantenía delante de su cuerpo, enfundado con las bridas de cuero en su brazo izquierdo, un escudo transparente con la palabra policía escrita en diagonal; ceñido a su torso el chaleco antibalas, antigolpes, antirroces, antipensamientos, de color negro, lleno de bolsillitos y correítas y arneses incomprensibles;  en la mano derecha esgrimía el bolillo de madera, negro, rígido, frío, reglamentario, describiendo arcos de odio y círculos de poder, y las botas, esas botas negras de cuero mellado que tan bien conocían las costillas y la espalda de Benichow. Era él, Aureliano Maldonado, el policía, el maldito hijueputa que hace menos de dos años me llevó un domingo de  madrugada, amarrado de manos, bajo aquel roble del playón de Sary Bay. Lo reconoció bajo su casco, lo reconoció bajo su escudo, bajo su uniforme, bajo su chaleco,  lo reconoció por su dentadura, por su sonrisa, por la forma de su boca, por su olor.  Y esa mirada fría y gris que parecía taladrar el plástico transparente de la visera del casco fue la que le dijo: ¿otra vez tú, Benichow?, o eso al menos es lo que él oyó, y fue entonces cuando  se le nubló la vista y dijo, o pensó, o tal vez sólo fue una voz imprecisa que le hurgó la oreja  (que en el momento de un colapso fuerte,  el estómago, la tripa, el bofe, el corazón, todas esas vísceras que bailan dentro del cuerpo, dan un brinco y se te suben por la garganta a la boca y de allí a la cabeza, queriendo ocupar el lugar que antes ocupaba el cerebro y se confunden en una mazamorra licuada con los pensamientos, con las palabras, con los deseos, con las acciones, y sientes un apestoso sabor a mierda en la boca que te vuelve loco): ¡a ese tombo hijueputa me lo bajo yo!

Se encontraba frente de uno de los policías que lo habían encanado,  concretamente frente al que le había aporreado con su bolillo de madera, no una sino varias veces, las costillas, el estómago, los muslos, la espalda, un domingo a primera hora de la mañana, casi al amanecer,  cuando la gente de bien empieza a despertarse y los vagabundos de la noche regresan a sus casas, bajo aquel palo de roble florido, en ese playón yermo, lejos de cualquier vivienda, lejos de cualquier camino, amarrado a aquella rama baja; eran dos pero este Aureliano Maldonado, luego supo su nombre, es el que se cebó con su cuerpo, con sus huesos y le dijo luego que si hablaba le metía el bolillo por la boca y se lo sacaba por culo, mientras el otro policía, inquieto, miraba a su alrededor y daba vueltas alrededor del roble, pendiente de que no apareciera alguien, cosa improbable a esa hora de la mañana de un domingo, y en voz baja susurraba, casi suplicaba, ya Maldonado, ya; ya basta Maldonado que te lo vas a cargar.  Lo llevaron a aquel paraje desolado en una patrulla, después de haberlo pillado en el centro hurgando con un alambre la chapa de un carro que no fue capaz de abrir, y allí entre golpes y patadas le decía al oído, en voz baja, entre los gritos de dolor que profería Benichow, “yo te enseñaré a no robar, negro hijueputa, yo te voy a enseñar a no robar”, y un par de horas después lo soltaron hecho una lástima, como sobreviviente de un cataclismo, después de pasearlo por la zona de los acantilados y decirle que lo único saludable que podían hacer con él era echarlo al mar,  cerca de la cabaña del Inglés, en un camino oscuro y desierto que sólo utilizaban los isleños para ir a buscar agua  en el pozo del pirata Morgan.

No había pasado un mes cuando lo volvieron a pescar con la mariquera del gringo, y ahí fue otra vez Maldonado, esta vez adoptando el aire de un padre cariñoso, el que lo llevó a la comisaría, lo encerró y le dijo al oído con signos de conmiseración, que esta vez la había cagado, que el gringo interpuso la denuncia y que con su historial tendría para varios meses; y en efecto, tras un juicio rápido fue sentenciado a dos años de cárcel de los que cumplió dieciocho meses, al ser rebajada su sentencia por buena conducta.

Pero el hecho es que se encuentra de pronto con Maldonado y todos los fantasmas del pasado fluyen de pronto en su cabeza. Ese ser perverso que lo apaleó representa la maldad y la opresión, ¡abajo los colonizadores!, exclaman voces angustiadas a su lado; ¡abajo la oligarquía! exclaman voces rotas a su lado, ¡abajo los vasallos del imperio!, gritan voces de hielo a su lado y Benichow Bent hace lo que nunca creyó poder hacer: abalanzarse sobre el policía esgrimiendo la botella de vino chileno en la mano, pero el policía, veterano y aguerrido en cien batallas similares allá en el páramo; en los predios de la Universidad Nacional, en contiendas de estudiantes subversivos; en Muzo, en las minas de esmeraldas; en el Cerrejón, en las minas de carbón; en el Magdalena, en las batallas de las plataneras, lo ha visto venir, ha dado un leve giro a su recio cuerpo, ha esquivado la embestida, le ha puesto una zancadilla y ha visto  como Benichow se va al suelo y allí mismo ha puesto todo su empeño en terminar el trabajo que hace veinte meses dejó sin acabar. La ha emprendió a bolillazos contra ese cuerpo inerme y desnutrido que nunca debió estar en ese lugar y a esa hora; le ha dado en el cuerpo, en la cabeza, en las piernas, en la base del cráneo, en los brazos y otra vez en la cabeza y otra vez en la base del cráneo y en los pómulos y en las orejas y ha visto como ese ese cadáver viviente que no echó a los acantilados se funde en una masa confusa de ojos rotos y espumarajos verdes, mientras otros policías se suman  a la obra y descargan patadas en las costillas, en la cara y en el pecho del ya en este momento inerte Benichow Bent, el pobre ladrón de vía estrecha excarcelado hace apenas una hora de la cárcel de La Loma y cuyo propósito inicial era conseguir una yucas y unos ñames para hacer un sancochito en casa de su madre, la viuda de Bent que a buen seguro lo estará esperando a estas horas arrepentida de no haber  ido a recibirlo en la puerta de la cárcel.

Que corta es la dicha, la libertad de Benichow, ratero de poca monta, duró una hora escasa. Fue recluido en una habitación vigilada del Hospital General, y acusado posteriormente por un juez instructor de la República de asonada, rebelión e intento de homicidio. Llegó al hospital inconsciente, hecho un guiñapo, en horas de la tarde y cuando abrió los ojos en la madrugada del día siguiente, tuvo conciencia en medio de un sopor pesado como el mercurio de que se encontraba en una habitación blanca y silenciosa de un lugar que olía a creolina y cuyos vapores de formol lo ahogaban. Tenía magulladuras y erosiones por todo el cuerpo, un brazo roto, dos costillas hundidas, una ceja partida y la cabeza rapada con doce puntos de sutura.  La bemba le colgaba, desfigurada, hinchada, sentía zumbidos en los oídos, los oía con claridad, como si fueran las lejanas sirenas de los barcos al acercarse a los farallones de la entrada del  canal navegable, pero dolor, lo que se dice dolor no sentía, tal vez en los oídos un poco, una papilla dolorosa que se mezclaba con las sirenas de los buques, y en la cabeza un avispero; creyó tener sed, y quiso pedir agua, pero no pudo, pensó que tenía la garganta rota, ningún sonido salía; luego intentó moverse, no pudo, pero ahí sí, de pronto aparecieron  todos los dolores: los de las porras y los de las botas claveteadas del cuarenta y cinco, le alcanzaron los rincones más ocultos de su cuerpo, esos dolores, y allí se quedaron, gimió, y siguió sin poder moverse y los dolores se quedaron allí, para siempre.  A los tres días lo enterraron en el cementerio raizal de San Constantino en una tumba sin nombre.

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